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El
origen de las plazas de toros hay que buscarlo en los circulares templos
celtíberos, en dónde tenían lugar los sacrificios de reses bravas en honor a
los dioses. Pero fue con la influencia de Grecia y Roma, cuando el sacrificio
de los toros dejó de tener una finalidad religiosa para transformarse en
espectáculo circense.
Cuentan
las crónicas, que ya en el siglo XI existían lidias y correrías de toros y
vacas por las calles y plazuelas de la vieja Magerit ( Madrid), pero habría que
esperar varios siglos para que apareciera en la Villa el primer coso
taurino.
La
primera plaza de toros en Madrid data de el siglo XV, denominada Plaza del Arrabal por encontrarse
situada en los terrenos del Arrabal de Santa Cruz, hoy Plaza Mayor. A esta le seguirían,
la de la Plaza Mayor,
la de el Real sitio del Buen Retiro, la Plaza Circular de madera en
Casa Puerta, La de la Puerta
de Alcalá, la de Fuente del Berro, la de Tetuán de las Victorias, la de Vista
Alegre y la Monumental
o Las Ventas del Espíritu Santo.
En
1561, Felipe II convierte Madrid en Corte comenzando un sinfín de espectáculos
taurinos que hacen de la Villa
el núcleo taurómaco más importante del imperio.
A partir de este momento, las crónicas de
las diferentes épocas recogen multitud de anécdotas protagonizadas por los
desplazamientos de los animales para su lidia desde la dehesa hasta la plaza.
Una de estas anécdotas fechada en el 1613, tuvo como protagonistas a la familia
real, “ cuando las hijas de Felipe III se desplazaban en carruaje al convento de
las Descalzas encontrándose con una vaca suelta que al asustar a los caballos,
puso en peligro la vida de las infantas que salieron indemnes gracias al valor
y gallardía de los caballeros que
pasaban, quienes al contemplar el lance, dieron muerte al animal”, o aquel otro
ocurrido en 1638 “cuando al ser conducidos los toros a la plaza del Real sitio
del Buen Retiro, se escaparon, sembrando el pánico en la ciudad, matando uno de
ellos a una lavandera que lavaba ropa en el arroyo del Prado (lo que hoy es el
Paseo)”.
La historia de la tauromaquia en la Villa, se fue asentando con
el paso del tiempo, hasta el punto de que Madrid no solo contó con importantes
plazas de toros, sino que a estas se sumaron otras de menor importancia, como
la del Puente de Vallecas, la del Jardinillo…, que fueron configurando multitud
de escuelas taurinas que formarían el conocimiento y la afición del pueblo
madrileño.
De todas las plazas de toros erigidas en la Villa entre los siglos XV y
XIX, destacan en importancia la Plaza Mayor
y la de la Puerta
de Alcalá. La primera, construida a instancias de Felipe III, tenía una cabida de sesenta mil espectadores
distribuidos en balcones y ventanas, instituyéndose por primera vez en esta
plaza el toreo a pie y a caballo. La configuración de la plaza era en
rectángulo con balcones que acogían a la nobleza y personas de importancia de
la época. Las reses eran traídas desde los importantes centros ganaderos de
Aranjuez, con sus reales vacadas o Colmenar Viejo. La Casa de Campo solía ser lugar
de pasto y descanso de las redes en su trayecto de la dehesa a los improvisados
corrales. Posteriormente eran conducidas por el Puente de Segovia, la Cuesta y Puerta de la Vega, continuando por la
calle Mayor hasta la plaza. Las corridas eran un elemento tan lúdico y demandado
por el pueblo de Madrid que en esta época se llegaron a celebrar dos corridas
de toros entre la mañana y la tarde, siendo esta última la que contaba con la
asistencia real, que presenciaba el espectáculo desde el balcón central de la Casa de la Panadería.
La segunda plaza de toros más significativa
en Madrid fue La Plaza de la Puerta de Alcalá, siendo la
primera plaza de toros circular construida en madera, ya que hasta el momento,
las anteriores plazas de formas cuadrada o rectangular dificultaban la lidia
dada la querencia de los animales a refugiarse en las esquinas. Históricamente
se consideró la más importante del mundo. Situada entre las calles Claudio Coello, Conde
de Aranda y Serrano, fue una plaza grandiosa, con elementos arquitectónicos
semejantes a la bicentenaria de Aranjuez, esta última rehabilitada y de una
inmensa belleza. Tuvo una vida de ciento
veinticinco años (1749-1874). Hoy en día
son numerosas las litografías de la época que muestran aquella plaza,
majestuosa en su grandeza, enclavada entre la fronda del retiro y el inmenso
campo de Madrid.